viernes, 30 de enero de 2009

O tempora, o mores



que cierta sigue siendo la frase de Cicerón. Qué vigente su ironía. Qué bien pinta para todo tipo de ocasiones, máxime cuando la coyuntura nacional o internacional se hace tan poco propensa a la risa. Más bien al escarnio. Porque, reconozcámoslo, este negocio nuestro siempre ha estado en crisis, por mucho que se pinte lo contrario.

El gran boom de los medios de comunicación no vino a pagar sueldos millonarios o a asentar la posición de los que se habían dejado el pellejo en las salas de prensa, en tensas esperas en incómodas antesalas de despachos o en la reunión de la manada a las puertas del bloque de pisos donde estaban haciendo la redada. Va a ser que no.


Algunos, quizás los menos, tuvieron que poner a un lado su escaso margen de vida personal y lanzarse a proyectos bien vendidos, pero que dieron con sus huesos en la fosa común del impago por falta de apoyo económico. Otros, se dejaron la misma parcela de ellos mismos en la sensacional idea de Don Fulano o Don Mengano. Reyezuelos con ínfulas de Califa salvador que, a voces o golpe de mano, pretendían poner o desposeer de nombre y cargo a otro de los suyos. O, simplemente, alimentar más su cartera de valores inmuebles (misteriosamente, siempre ligada a las mencionadas actitudes empresariales señaladas). El fin, en ambos casos, ha sido el mismo, escuchar el espectral silencio que reina en la cola del Inem.

Para todos aquellos que tuvieron la mala suerte de no llegar a ejercer más allá del puesto de becario o auxiliar del auxiliar, la luz al final del túnel llegó en forma de oposición. Pasaron años duros. Jodidos. De vuelta al seno parental para dejarse codos y cornucopia en algo que no les apasionaba, pero que les permitió ir arañando puntos y sustituciones para pagar la quinta mano que lucen las líneas finales de cualquier currículo. Mirándolo con perspectiva, puede que su sabiduría nos eclipse en tiempos tan oscuros como éstos. De nada sirve lamentarse, pues tomamos la decisión que creímos oportuna.

Tampoco ayuda buscar explicaciones, intentar razonar los porqués de la tarjeta roja sin previa bronca arbitral. Hicimos nuestro trabajo, pusimos dura la cosa, la untamos bien de lubricante y la colocamos en la correcta posición para que entrara en donde demonios tuviera que entrar para fertilizar el enésimo cambio de rumbo del medio. Eyaculatio precox y chimpún, otra vez a depender de Papá Estado.

¿Nos asusta el hasta cuándo? Por supuesto, como a todo el mundo. En tiempos donde se opta por lo declarativo, donde cualquiera puede firmar una columna o una noticia y partirse pecho defendiendo la profesión en la barra del bar de moda, quedan pocos huecos para los independientes, los de la vieja escuela. Si es que alguna vez llegamos a tener idea de que lo que fue la escuela, que sigo creyendo que no. Uno nunca ha dejado de sentirse como el samurai viejo, sucio y roto por tantos combates, que va vendiendo los servicios de su cansada espada a cualquier señor que pueda pagar el sustento diario. Porque, total, uno se cuelga la etiqueta de profesional y se hace a la idea de que no importa, de que somos lo que somos, un instrumento, un chaval que se le pone dura al cerdo para que pueda copular a su antojo con lo que le pongan por delante. Mamporreros con título.

Puede que tengamos algo de puta, pues ya de tanto que ha entrado por todos los orificios ni sentimos ni padecemos. Sólo nos humillamos con la mayor de las gallardías a la espera de aquellos que (y dicen que los hay) respetan el saber ajeno tanto o más que la sagacidad empresarial propia. Sabemos que existen porque el colega del colega lleva varios años en un puesto cojonudo, con reuniones productivas, colaboradores que arriman el hombro juntos, broncas y hasta palmaditas en la espalda con primas y aumentos en la base de cotización. Pero… ¡amigo! ¿Fueron ellos los mejores o tuvieron la suerte a su favor? Es de ilusos pensar que no fue lo primero, pero hemos de tener algún pedazo de tela limpia en el que poder soñar.

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