viernes, 27 de febrero de 2009

No hay pan para tantos


mediados de la centuria que viene serán 10.500 los millones de habitantes que pueblen el planeta. Muchas bocas que alimentar con unos recursos sobreexplotados y que, si no fallan las cuentas (y estas son de las que nunca lo hacen), será mucho más difícil que ahora el llevar pan a cada mesa del mundo. Actualmente, sólo un tercio de la población humana tiene garantizado el echarse algo a la boca todos los días. El calentamiento global, el agostamiento del terreno y la especulación con los productos alimentarios nos conducen, inexorablemente, a tres cosas: hambrunas, pandemias y guerra.
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Allá por 1972, unos tipos bastante listos del MIT lanzaron al mundo (bajo el título Los límites del crecimiento) unas predicciones que harían temblar al mismísimo Nostradamus. No porque vinieran en crípticas cuartetas cargadas de ambiguo lenguaje, sino porque, con fríos datos sobre el papel, llegaron a la conclusión de que la decadencia era irremediable. Dos años antes, el Club de Roma (una especie de Bilderberg setentero compuesto por empresarios, científicos y políticos) hizo el pertinente encargo del estudio. Puede que porque siempre han estado veinte o treinta años adelantados al resto de los mortales. Puede que porque debían dejar bien claro y atado a sus hijos dónde invertir sus fortunas.

Las perspectivas que dibujaban resultaron negativas. Colapso y crisis mundial a partir del año 2000, solamente retardada gracias a posibles avances tecnológicos. Pero, como mucho, diez años. De hecho, da igual que nos empeñemos, el inexorable desenlace no cambiará. Es más, todos los avances que se han venido aplicando con éxito en el Primer Mundo han resultado ser letales para el Tercero. Pakistán e India invierten miles de millones de dólares en la producción de armamento nuclear, las tecnologías de la información sólo han servido para crear redes virtuales de terroristas con sede en el Oriente Medio…

Todos aquellos que decidieron jugarse la vida en busca de mejores perspectivas y enviar dinero a su familia han terminado perpetuando un complejo sistema de alienación y muerte en sus países de origen. Los recursos naturales no se explotan al máximo en pos del bien de las grandes multinacionales allí implantadas que buscan mano de obra barata para poner precios asequibles a frustrados y orondos consumidores a miles de kilómetros de distancia.

La moralina judeo-cristiana, impuesta por el colonialismo, ha evitado que se siga practicando el ancestral “control de natalidad” de la tribu, perdiendo así la identidad y la selección ancestral; la falta de acceso a métodos anticonceptivos provoca superpoblación y, además, los pingües beneficios que generan las materias primas locales se reparten entre las macrocompañías y el representante del gobierno títere de turno que, no contento con eso, se queda una buena tajada de los recursos de las Organizaciones No Gubernamentales y los fondos internacionales destinados a sus zona.

El resultado no será otro que una explosión fragmentada por el hambre y la falta de esperanza. Porque es cierto que se pueden poner puertas al hombre, pero contra un estómago vacío no vale ni el muro más grande que haya construido el mejor de los ingenieros sociales. Por otro lado, el tsunami de la inmigración provocará el terremoto de la xenofobia, la aparición de partidos de corte más radical y la presencia de quintacolumnistas en los guettos de las grandes ciudades que, igual o más desesperados que sus “hermanos” pobres, buscarán los dos tercios del pastel que se lleva comiendo desde siempre el mismo 1 por ciento.
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Malos tipos, buenas páginas


icotomía del ser humano. Némesis. El oscuro pasajero que todos llevamos dentro se hace, con cada vez más frecuencia, un honroso eco entre los aficionados al cómic. Su ausencia de linealidad, su complejidad psicológica, su ambición desmedida y los sutiles (o no tanto) medios que utilizan para hacerse con la ciudad, el planeta o el Universo, les hace parecer irresistiblemente atractivos a ojos de un buen lector. La pregunta está sobre la mesa: ¿son los villanos el fiel reflejo de la especie humana o simplemente la fuerza destructiva necesaria para que exista un héroe?
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Tienen un carácter poco amigable, puede que porque muchos de ellos han sufrido terribles desengaños. Al fin y al cabo, siempre hay un tipo, con algo tatuado en el pecho y gráciles rizos que le caen sobre la frente, empeñado en desbaratarles sus planes. Sus respuestas (tirar a la chica del bueno por un puente, enterrar vivo a su fiel –y heterosexual- compañero) vienen condicionadas por haber frustrado su ambición. Total, qué son miles de muertos para conseguir un pequeño objetivo: el poder absoluto. Su cruz ha sido ser la otra cara de la moneda, los herederos de los ángeles caídos, de aquellos que osaron mirar de igual a igual a los ojos de un Dios creador y le escupieron a la cara que no se sintieron conformes con el pedazo de pastel que les había concedido de por vida.

De Joker a Kingpin o de Luthor a Magneto, el mal siempre es tan complejo o tan inmenso como el bien que le combate. Si el bien se encarna en valores, ellos lo hacen en el concepto del delito, en el porqué de la sociopatía, de la ambición de la venganza. Algunos de ellos son malignos porque el destino los ha hecho así, porque es su función en la vida, porque han sido creados con el único propósito de arrasar. Y todo para que el ser humano pueda aprender una lección del sufrimiento y aferrarse a cierto grado de fe.

Cumplen perfectamente con su función de contraste adaptándose a los tiempos que corren. La realidad histórica los ha transmutado y desdibujado. Nazis a principios de los años 40 y, ahora, misteriosos individuos que quieren terminar con una guerra injusta acabando con la vida del presidente. Malignos salvapatrias o cuasi cibernéticos padres enmascarados, con el tiempo se les termina cogiendo cariño, pues es en la madurez cuando empezamos a simpatizar con sus tétricas motivaciones. Puede que porque ellos no sean, ni más ni menos, que el reflejo de una sociedad o de un individuo al que el devenir cotidiano le ha arrancado la inocencia poco a poco.
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miércoles, 25 de febrero de 2009

La evolución del héroe


ermosos en su disfuncionalidad. Tiernos a la hora de mostrar sus sentimientos. Colosos cuando afrontan miedos atenazadores. Débiles, sensiblones, bipolares… Así son nuestros superhéroes, arquetipos que llevan rondando por el imaginario colectivo del ser humano desde que conoce la palabra. Gilgamesh o Aquiles son sólo dos motas de polvo en el desván de las historias que los padres contaron a sus hijos para mostrar aquellos valores que salvarán a la tribu o a la polis frente a la ira de los dioses.
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Hombres superiores que se hayan un paso más allá de los hombres. Figuras imposibles que se encuentran más allá de lo imposible para realizar gestas inimaginables armados sólo de sus capacidades superiores, de sus extrañas y aterrantes habilidades. Lo contaron en la Odisea, lo contaron las paredes de los templos egipcios y lo contaron los húmedos recovecos de Altamira. El héroe, el superhéroe, es tan viejo como el mundo.

Sólo ha cambiado el formato, el punto de venta y el tipo de narrador, pero el objetivo sigue siendo el mismo. Entretener, crear un modelo a seguir e insuflar esperanza ante todo aquello que somos incapaces de controlar. El rayo, el trueno, el sol, el vuelo de los pájaros de presa, el fluir de las mareas, el temblar del suelo fueron las fuerzas primigenias a las que se enfrentaron. Los supervillanos con millones y millones de dólares en su haber o los extraterrestres conquistadores sustituyen la figura de los mismísimos dioses. Entre otras cosas porque no somos tan crédulos, porque nos hemos atiborrado de espectáculo.

Cargados con escudos protectores, martillos, rayos en los ojos y arácnidas chorros de sustancias viscosas que emanan de las muñecas han de verse sometidos al imperio de un color, de un mineral o de la chica que les hace latir el corazón a la hora de realizar sus gestas. Mallas ceñidas, exoesqueletos, capas rojas y antifaces son los comercialmente identificables símbolos que les ayudan a poner una barrera entre su peligroso universo y el común de los mortales.

Tampoco ayuda mucho el vivir en una cueva o escondiéndose del mundo con un disfraz de panoli, por lo que un daño irreversible de su psique ha ido sustituyendo el retufo a fascio de las viñetas, otorgándoles un halo oscuro. Nuevos tiempos abren nuevas puertas, nos hacen descubrir nuevos tipos. Equilibristas morales, maquiavelistas que, de no ser por los resultados obtenidos, tienen medios que no los diferencian de sus archi enemigos del Lado Oscuro. Quizás, sólo quizás, los creadores se están fijando en las acciones de todos los gobiernos.
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¿Por qué me gusta esto?


mpreso poco menos que sobre papel de estraza, cargado de violencia, sexo contenido (y sin contener) y con una clara dicotomía entre buenos y malos, el Pulp se impuso en su momento, para nunca abandonarnos. Puede que el nuevo sistema de calificación por edades o que el falso refinamiento del gusto haya obligado a los autores a dar una vuelta de tuerca a la historia, a buscar retruécanos morales más allá del “la maté porque era mía” o “eres un bastardo y tu sala de juicio la verás… pero desde el infierno”.
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Nació en el primer cuarto del siglo XX. En un mundo que se veía asolado por las guerras, por la corrupción extrema y por aquellos muchachos que, sin ningún tipo de miramientos, fueron arrojados a la marmita del olvido tras dejar partes de su cuerpo en una Europa dinamitada, gaseada y con surcada de cicatrices en forma de trincheras en los cuatro puntos cardinales. La pérdida de la inocencia está en sus primeros estadios, por lo que se busca un héroe solitario, un salvador que sea capaz de enfrentarse con todo tipo de peligros. Mafiosos, ladrones, asesinos, peligrosos bandidos enmascarados y hasta extraterrestres que amenazan con invadir la Tierra.

Doc Savage, Flash Gordon y hasta el penúltimo de los rudos detectives privados entran en la catalogación. Sus creadores, jóvenes desarrapados que cobraban a dólar las noches en vela, son hoy en día musas de la literatura norteamericana. Robert Bloch, Tennessee Williams, Seabury Quinn fueron pioneros en un género consumido de forma voraz desde adolescentes a jóvenes con muchas horas libres y gran cantidad de libido no resuelta en la entrepierna. Y querían, como no, un universo bizarro, masculino, con mujeres letales, pero que se sometían con gusto y lujuria al primer golpe que les hiciera sangrar la nariz.

Ambientes oscuros cargados de exotismo y morbo para dar gusto (más de la veces con una sola mano) a una plétora de fans que podían sacar del hambre a la nada desdeñable cifra de 1.200 creadores por poco menos de diez centavos. Posteriormente cierto tipo de “cine” vino a plasmar en imagen las fantasías lesbico-vampíricas que rondaban por lo más underground de lo underground y por toda taquilla militar o de instituto. Genero B… Genero Z. Género, al fin y al cabo, que el maestro Tarantino no ha dudado en lanzar a chorro de carótida sobre la retina del espectador. ¿Ha muerto, pues, o sólo dormita esperando un siglo XXI lleno de “digitales” posibilidades?
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lunes, 9 de febrero de 2009

Gazpachos manchegos a lo Hitchcock


lanos se eleva como una “corta” oda al revisionismo cinematográfico, pero como un largo sartenazo a la timorata, envidiosa y hasta cruel idiosincrasia castellano-manchega. Tiempo libre, televisión basura y paranoia enredan la madeja en la obra que, posiblemente, hubiera llevado a la gran pantalla el maestro del misterio si éste hubiera sido de Albacete.
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Los mayores peligros no se encuentran en una barriada de Ciudad del Cabo o en las calles de un guetto norteamericano. Se hayan en el barrio de toda la vida y los portadores del gélido aliento de la Dama de la Guadaña no son gigantescos mafiosos con pistola, sino dos vecinas cincuentonas, aburridas y adictas tanto a los licores de alta gradación como a los espacios de telerealidad y amarillistas para pasar una tarde cotidiana.

Al otro lado del visillo se esconde el enemigo. El asesino, el degenerado que no tiene que existir porque hace ruidos sospechosos, movimientos sinuosos y, lo más importante, tiene una pinta rara. Tal y como los dibujan en la televisión, párroco, púlpito y Biblia de la verdad absoluta en el siglo XXI. Ahí se lanzan las adalides de la justicia, con sus faldas marcadas por anchas caderas, pupilas dilatadas por horas y horas de telebasura y ausencia total de medicamentos antipsicóticos a exterminar al asesino, a ahorrar tiempo de espera en los juzgados, a ayudar al medio ambiente evitando que se acumulen folios y folios de causa penal.
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Las dos caras del Pulp


. E. Howard y H.P. Lovecraft son dos caras de la misma moneda fantasiosa. Mientras que el primero hace batallar sus héroes contra monstruos, brujos y hechiceros, con fulgurante y moralizante éxito, el segundo los coloca frente a criaturas salidas de la última caverna del Infierno… con resultados poco algüeños tanto para ellos como para el lector. Quizás son dos formas de ver la vida: optimista o pesimita. Tal vez la concepción que se tiene del destino y el papel que desempeña el ser humano en medio de todo el juego cósmico. Marionetas de oscuros seres a los que les pertenece el mundo por su tétrica naturaleza o simples mortales que utilizan las herramientas que el destino les ha puesto en sus manos para poder salir airosos del envite.
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Lovecraft, se ve que pesimista por naturaleza, creía que la humanidad vivía una existencia sin sentido, puesto que no era más que una cuenta atrás entre el exilio de los Grandes Dioses (unos grandes, repugnantes y cruelísimos seres que fueron obligados a marcharse hace millones de años) y su inexorable retorno. Su vuelta, no faltaba más, no sería en absoluto grata para nosotros, puesto que nos veríamos sustituidos por razas serviles, híbridas y degeneradas. El creador de Conan, aunque con una concepción bastante pesimista de su propia especie, tenía la certeza de que la Historia es cíclica, por lo que el tiempo de civilización volvería a ser sutituido por otro de barbarie. Y así sucesivamente.

Howard no andaba del todo bien reconciliado con lo que podríamos llamar hoy en día “sensibilización racial”, pues consideraba que se estaba perdiendo la Fuerza, la pureza de la raza. Hecho que, inexorablemente, la conduciría al caos y al consiguiente retorno a los tiempos místicos y pseudos-cabernarios. Tales afirmaciones pueden hacer pensar al lector de un más que evidente “racismo” y un tufillo filonazi. Pero, recordémoslo, ambos son hijos de su tiempo, con sus miedos y prejuicios y ensalzan no el color de la piel, sino la valentía y el arrojo con que se enfrentan a los problemas.

Sus influencias, célticas para Howard, victorianas para Lofecraft, condicionan tanto sus personajes como el entorno en el que se mueve. Y, si el primero destaca el vigor, el segundo se apoya en la inteligencia y en el análisis ante lo desconocido. Pero, como es a todas luces imposible, otorga el don de la locura como única forma de poder adaptarse a Cthulhu y su miserable progenie.

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martes, 3 de febrero de 2009

Algo huele a podrido en Edimburgo


uevamente es el individuo del traje gris el protagonista de una novela de corte negro y libidinoso. Eloy M. Cebrián, uno de los más afamados escritores de la ciudad de Albacete, ya ha conseguido con el retrato al pútrido fondo del alma humana que es Los fantasmas de Edimburgo ser finalista al premio Fernando Lara de Novela.
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La figura del escalador social se pone al descubierto con un viaje a los bajos fondos. Una compañía de mendigos, un secundario omnímodo, desligan las cadenas de los fantasmas que todos llevamos dentro en la lóbrega atmósfera de un Edimburgo de corte decimonónico, pero que no duda en rendirse al interminable pliego de placeres y pecados que ofrece el maravilloso siglo XXI.

Luis Miguel Ortiz, el protagonista, se ha cuidado bastante de aprovechar los años de la Transición Española y el pelotazo Socialista para hacerse un hueco en el mundo universitario con más codazos y bisbiseos que capacidad de síntesis y buenas tesis doctorales. Él, especialista en pintar la realidad con la misma paleta de colores que puede utilizar Mr. Hyde, se muestra como un canalla de tal envergadura que ni tan siquiera puede dar a los demás la condición de seres humanos. Las personas sólo son objetos, obstáculos que hay que eliminar para conseguir la ansiada meta.

Sin duda alguna, Cebrián nos obsequia con una trabajo que se asemeja a un polígrafo. Cualquiera que pueda sentirse emocionalmente ligado o identificado con el protagonista, o bien que conozca a alguien que se haya sentido así… tiene un problema.
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Amor y muerte tras un té de jazmín


spañol, médico y cónsul accidental, Martín Niboli, hijo non grato de una tierra sumida en el oscurantismo de la dictadura vive encerrado en una ostra. Concretamente, dentro de su perla, Shangai. Cuna de los bajos instintos, la ciudad protege con las refinadas costumbres del pañal colonial británico la ocupación japonesa, el alzamiento de la marea roja china, el exilio del Pueblo Elegido y el periplo vital y amoroso de un español en El judío de Shangai, una novela de Emilio Calderón galardonada con el premio Fernando Lara de la Editorial Planeta.
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Demonios orientales, demonios occidentales. Demonios, al fin y al cabo, pues todos son hombres y todos buscan sacar el máximo provecho de otra brutal guerra a la que el mundo se ha visto sometido. El cóctel de miseria, opulencia, muerte, sexo, crimen y esclavitud ha sido agitado en una novela que huele a negro nada más pasar sus tapas. El fondo de denuncia social, que se hace eco al destapar la pútrida verdad histórica, no desmerece ni amuerma un texto directo, que bebe con moderación del ritmo cinematográfico de la más galardonada película de Bogart.

Todos somos deudores de algo o de alguien. Es en Shangai donde el pago de las mismas es la fina frontera que separa la vida de la muerte. Sin absurdos juicios de valor, los personajes se mueven lentamente a través de una barcaza por los cenagosos canales de una ciudad infectada por parásitos succionadores. Piojos, liendres que se alimentan de la belleza y la inocencia hasta dejarla seca, atorada, paralizada y transmutada en otra cosa, pues sólo en la guerra surge el verdadero interior del ser humano.

Es la ambición humana la que mueve el mundo. Nunca, desde luego, con los fines más altruistas, sino con el ciego objetivo de conseguir un deseo. Puede, sólo puede, que el deseo sea huir de nosotros mismos. Para tal huída el pacto con el diablo, la traición, la falsedad, la destrucción de un semejante son sólo etapas en el camino. Postas de las que al comienzo de la andadura se abjuró, pero que, toda vez fueron cubiertas con más o menos éxito o repugnancia, se convierten en el anhelado lecho para conseguir el descanso en el doloroso proceso de la diáspora personal.
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Cantos a la libertad


través de la historia de una religiosa del siglo XIV, Rosa Villada hace un canto a la libertad en su último trabajo: El juego de Dios. Una novela que, sin llegar a ser histórica, se sirve del devenir de los años para denunciar la perenne situación de exclusión y silencio vital e intelectual en la que ha vivido la mujer. Hay, sin embargo, un curioso paralelismo: las mismas mordazas de azoraban al ser humano hace más de seis siglos siguen vigentes hoy en día. No hay hogueras, pero sí juicios sumarísimos contra aquellos que se sienten dueños de sí mismos y cantan a la libertad.
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Margarita Porete, una Beguina, una religiosa errante (pues no querían casarse ni pasar a formar parte de ninguna orden) y culta, tuvo la osadía de ayudar a los demás sin pedir nada a cambio. Hasta ahí, todo medio regular. Sin embargo, tanto ella como el resto de su orden fueron declaradas proscritas por la Iglesia, que nunca ha gustado de ofrecer excesiva libertad a los miembros femeninos de su rebaño. Declarada como hereje tras el habitual y torturante proceso, vio cómo las mismas llamas que consumían su tratado de mística (El espejo de las almas simples) acababan con su vida.

Los abogados de empresa han venido a sustituir con su sutileza a la tortura del maestro inquisidor, el potro por el despacho y la lumbre por el ostracismo social. Poco ha cambiado, sino que se lo digan a la autora, periodista de profesión, que, entre unos y otros medios, fue conminada a abandonar la oscura senda del plumilla para dedicarse a la literatura. Con fulgurante éxito al menos, pues estamos hablando de su quinto trabajo en el mercado.


Una afortunada, así se confiesa, pero sabedora de que todo acto tiene sus consecuencias y que, sin trabajo y esfuerzo, no se consiguen los sueños. Pero hay que perseguirlos, lucharlos, no enmarcarlos y hablar de ellos como algo inalcanzable. Las metas, y más si éstas nos llevan a la realización personal, pueden parecer lejanas, pero es el camino lo que importa. Mística y parloteo aparte, hay que quitarle hierro al asunto pues, como bien dice Rosa, el mundo es un gran tablero y nosotros somos las fichas. Hoy nos puede tocar ser el sufridor bueno y mañana, por la fuerza del destino o la reencarnación (quién sabrá) podemos ser los que estemos al otro lado de la mesa de despacho.
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