martes, 3 de febrero de 2009

Amor y muerte tras un té de jazmín


spañol, médico y cónsul accidental, Martín Niboli, hijo non grato de una tierra sumida en el oscurantismo de la dictadura vive encerrado en una ostra. Concretamente, dentro de su perla, Shangai. Cuna de los bajos instintos, la ciudad protege con las refinadas costumbres del pañal colonial británico la ocupación japonesa, el alzamiento de la marea roja china, el exilio del Pueblo Elegido y el periplo vital y amoroso de un español en El judío de Shangai, una novela de Emilio Calderón galardonada con el premio Fernando Lara de la Editorial Planeta.
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Demonios orientales, demonios occidentales. Demonios, al fin y al cabo, pues todos son hombres y todos buscan sacar el máximo provecho de otra brutal guerra a la que el mundo se ha visto sometido. El cóctel de miseria, opulencia, muerte, sexo, crimen y esclavitud ha sido agitado en una novela que huele a negro nada más pasar sus tapas. El fondo de denuncia social, que se hace eco al destapar la pútrida verdad histórica, no desmerece ni amuerma un texto directo, que bebe con moderación del ritmo cinematográfico de la más galardonada película de Bogart.

Todos somos deudores de algo o de alguien. Es en Shangai donde el pago de las mismas es la fina frontera que separa la vida de la muerte. Sin absurdos juicios de valor, los personajes se mueven lentamente a través de una barcaza por los cenagosos canales de una ciudad infectada por parásitos succionadores. Piojos, liendres que se alimentan de la belleza y la inocencia hasta dejarla seca, atorada, paralizada y transmutada en otra cosa, pues sólo en la guerra surge el verdadero interior del ser humano.

Es la ambición humana la que mueve el mundo. Nunca, desde luego, con los fines más altruistas, sino con el ciego objetivo de conseguir un deseo. Puede, sólo puede, que el deseo sea huir de nosotros mismos. Para tal huída el pacto con el diablo, la traición, la falsedad, la destrucción de un semejante son sólo etapas en el camino. Postas de las que al comienzo de la andadura se abjuró, pero que, toda vez fueron cubiertas con más o menos éxito o repugnancia, se convierten en el anhelado lecho para conseguir el descanso en el doloroso proceso de la diáspora personal.

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